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La banalidad del mal

"No soy el monstruo en que pretendéis transformarme...soy la víctima de un engaño"Adolf Eichmann

Juan José Magán Joaquín

Publicado: 2016-11-27

Otto Adolf Eichmann fue detenido en un suburbio de Buenos Aires el 11 de mayo de 1960. Un año más tarde se iniciaría el juicio donde fue juzgado, entre otros motivos, por crímenes contra el pueblo judío. Eichmann pasó por este proceso no porque se le comprobó alguna participación directa en el asesinato de millones de judíos, sino por ser parte fundamental de la maquinaria genocida tristemente conocida como la Solución Final. De esta gran estructura, Eichmann formó parte de una sección que, si bien es cierto no estaba destinada directamente al exterminio de este pueblo, siempre estuvo a cargo de las decisiones que se tomaban con respecto a él. El libro de Hannah Arendt es un minucioso análisis sobre todo el proceso judicial que llevó alrededor de dos años. Lo que particularmente quiero resaltar en este trabajo es la idea de La banalidad del mal, que probablemente sea el tema más interesante del libro; más allá de la aguda crítica al juicio en sí, a la forma en que se llevó, al mismo pueblo judío, entre otros, a los que Hannah Arendt sometió gracias a su inteligencia.  

Cuando uno se pone a pensar en la idea del mal que habitualmente nos abruma si recordamos actos como el exterminio por parte de los nazis, asumiríamos que los personajes –Eichmann en este caso- son una especie de monstruos morales que perpetraban sus enfermizos actos con exhaustivas elucubraciones para truculentas hazañas. Pues esto no es lo que Arendt plantea. Cuando ella estudia el proceso, y también al mismo Eichmann, encuentra en él una suerte de superficialidad con respecto a sus actos: resalta que la acusación de asesinato era injusta para Eichmann (1); que nunca quiso mostrar arrepentimiento porque para él “el arrepentimiento es cosa de niños”; que para mantener su discurso siempre tuvo que mentir o apelar a afirmaciones ridículas para que no pierda fundamento (2); pero lo que más resalta en el análisis de Arendt es que este hombre, acusado de ser el arquitecto de la destrucción del pueblo judío durante los años del Holocausto, no era una trasfiguración del mal sino solamente un tipo que siempre siguió órdenes (3) y que en su sentido de moral, esta fue su consigna. Entonces nunca tuvo conciencia plena de su maldad por perpetrar estos hechos (4).

Entonces, tenemos la idea de que, como decía Arendt, “cualquier cosa que Eichmann hiciera lo hacía, al menos así lo creía, en su condición de ciudadano fiel cumplidor de la ley” (5). La simple y sencilla razón de acatar órdenes fue motivación suficiente para que este hombre se sintiera justificado de colaborar con su régimen.

Algo sumamente curioso es la tranquilidad con la que Eichmann asumió su captura y hasta colaboró con ella. Inclusive había una cierta complicidad en él frente a la idea de poder encontrar una suerte de redención espiritual y social con su final castigo (6). Argumentó, por ejemplo, que si hubiese querido habría podido escapar frente al evidente seguimiento de sus pasos, hechos de los que él tenía conocimiento. Para cerrar este aparente sentido de culpa y castigo, escribo estas líneas que forman parte de un documento que él redactó después de su captura: “… por el presente documento declaro por propia y libre voluntad que, tras haberse descubierto mi identidad, comprendo sin lugar a dudas que es inútil que intente evitar por más tiempo el ser sometido a juicio…”, “procuraré hacer constar por escrito la actividades que desarrollé durante los últimos años en Alemania, sin atenuantes improcedentes, a fin de que las futuras generaciones sepan lo verdaderamente ocurrido…”, “Quiero, por fin, quedar en paz conmigo mismo. Como sea que no puedo recordar todos los detalles, y que, al parecer, confundo algunos hechos con otros, solicito la pertinente ayuda, (…), a los efectos de coadyuvar a mis esfuerzos por hallar la verdad”.

No estamos en la condición para afirmar si este hombre encontró la paz que buscaba después de cargar con tantos asesinatos de los que se le acusaba. Monstruo moral o simple ciudadano frente a una ley excepcional, esta interesante tesis le trajo a Hannah Arendt más de un problema y no sólo con el círculo de intelectuales sino también con el pueblo judío del que, dicho sea de paso, ella era parte.

Notas: 

(1) En palabras de Eichmann: “Ninguna relación tuve con la matanza de judíos. Jamás di muerte a un judío, ni a persona alguna, judío o no. Jamás he matado a un ser humano. Jamás di órdenes de matar a un judío o a una persona no judía. Lo niego rotundamente”. Más tarde afirmaría: “Sencillamente, no tuve que hacerlo”

(2) Eichmann dijo que ante la perspectiva de una solución violenta “Perdía la alegría en el trabajo, toda mi iniciativa, todo mi interés, para sentirlo en palabras vulgares, me sentí hundido”.

(3) EIchmann, durante el juicio, aceptó que si lo hubieran mandado a asesinar a su propio padre lo habría hecho.

(4) Hannah Arendt menciona: “[los jueces] presumieron que el acusado, como toda <personal normal>, tuvo que tener conciencia de la naturaleza criminal de sus actos, y Eichmann era normal”. Sin embargo, sigue Arendt, en las circunstancias imperantes del Tercer Reich, tan sólo los seres <excepcionales> podían reaccionar <normalmente>.

(5) Este término ley obtiene un matiz truculento en el contexto de la Alemania nazi ya que lo que decía Hitler, se convertía en tal. Hans Franck sostenía la fórmula del “imperativo categórico del Tercer Reich: “Compórtate de tal manera, que si el Führer te viera aprobara tus actos”.

(6) Si bien es cierto, Eichmann se cambió de nombre ya en Argentina –Richard Klement-, nunca ocultó su identidad y los conocidos que compartían con él dentro de la colonia nazi donde él vivía siempre supieron su verdadera identidad. Inclusive su esposa siempre siguió siendo Veronika Liebl de Eichmann.


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Juan José

"Discrepar es una forma de aproximarnos"


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