Ese día había ido a jugar un partido de fútbol junto a los amigos de mi padre. Un martes cualquiera, no un lunes, como decía Vallejo. El encuentro se presentaba un tanto aburrido al punto de que empecé a concentrarme en los sonidos que oía fuera del recinto deportivo. En el ambiente se podía percibir algo de música. Cuando de pronto, la escuché: “Quand il me prend dans ses bras, Il me parle tout bas / Je vois la vie en rose…”. Era la mágica, inquietante y conmovedora voz de El gorrión de París, Edith Piaf. El poco francés que había aprendido hace unos meses me ayudaba a reconocer algunas partes de las canciones que, una tras otra, conquistaban mi noche. Estaba muy ansioso por terminar el partido en ir en busca del lugar de donde salía tan hermosa voz. Se escuchaba en el aire:“Ne me quitte pas / Il faut oublier / Tout peut s’oublier…”
Apenas hubo terminado el partido, salí del campo y fui a su encuentro. No tuve que caminar mucho. Dando media vuelta, encontré el lugar de donde salía la voz de mi querida Edith. Dos parlantes eran los responsables del curioso momento. Apenas llegué a distinguir unas letras en la pared que decían: “Cevichería”. Unos señores tomaban unas cervezas y compartían varios platos de ceviche y jugoso. Dentro del lugar, en la barra, había un señor de edad. Sacaba cuentas con un lapicero y un pedazo de papel cuando le pregunté: “Señor, buenas noches, disculpe la molestia. ¿Le han pedido esas canciones o es usted quien decidió ponerlas?”. A lo que él respondió: “Buenas, joven, es mi gusto la verdad. Hay unos señores que, como viste, están comiendo algo afuera de mi local y son francoparlantes de modo que me pareció conveniente”. Yo estaba muy sorprendido. Nunca antes había escuchado a Piaf en unos parlantes en algún negocio, menos me habría imaginado encontrarla en esa especie de chinganita. La luz era tenue, el suelo estaba ya sucio luego de un día de soportar las pisadas de los visitantes. Las cajas de cerveza se apilaban cerca del baño. Las sillas estaban todas desordenadas, las mesas igual. Era un poco tarde así que de seguro por eso el desorden. “La verdad, señor, me agrada escuchar la voz de Edith Piaf, me encanta”. El señor abrió los ojos muy extrañado y sorprendido. “¿Acaso tú conoces a esa cantante? Qué gusto saludarlo, joven”. Y empezamos a conversar como si nos conociéramos desde hace años.
Me contó que su gusto por la música, él creía, era porque su nacimiento fue producto de una espera de amor. “Verá, joven. A mi padre lo enviaron al servicio militar durante dos años, como se estilaba tiempo atrás. Mi madre lo esperó durante ese lapso, mi hermano mayor ya había nacido. Ambos nunca dejaron de amarse y cuando volvió mi padre, me concibieron. Yo nací de una espera de amor. Es por eso que siempre tuve ese gusto por la buena música, los libros y demás”. Hasta ese momento, Piaf seguía inundando el ambiente. Teníamos que alzar un poco la voz porque, a pesar de que habíamos empezado la charla, el señor Juan, porque así se llamaba, nunca bajó el volumen del equipo de sonido. De pronto, luego de un rato de conversación, me dijo: “A ver, tocayo, veamos si también le gusta esto que voy a poner ahora. Espere”. Se acercó hacia la retahíla de discos que tenía cerca del equipo de sonido y empezó a buscar entre ellos. Encontró uno, detuvo a Piaf cuando decía: “Je ne regrette rien… ” Y puso el otro cd en el reproductor. La canción daba inicio: “Strangers in the night, exchanging glances wond’ring in the night, what were the chances… ”. La inconfundible voz de Frank Sinatra se filtraba por mis oídos. “Sinatra” – dije, y el señor Juan abrió los brazos y frunció el ceño como diciendo: “y quién más, amigo”.
Luego de poner a Sinatra, me contó algunas anécdotas de las tantas que de seguro tenía gracias al local del que era dueño. Me contó que una vez fue a su local un señor que era pescador. Era un vecino que él no conocía muy bien pero que reconocía del vecindario. “Apenas se sentó, pidió dos cerveza y un jugoso. Cuando le hube servido su pedido, me dijo: Señor Juan, ¿podría poner algo de Pavarotti, por favor?”. Me contó que le sorprendió mucho que su vecino le mencionara ese nombre, pero que por su puesto le concedió su nuevo pedido. Mi nuevo amigo me dijo que el señor pescador le comentó que su padre político le había permitido tomarle gusto a esa música porque cuando era niño, aquél siempre escuchaba a Enrico Caruso. “Así nació mi gusto por esta bella música, desde que tenía alrededor de 12 años” – le dijo.
Luego empezamos a hablar un poco de literatura. Me recomendó varios libros. Me habló de otros: de Platero y yo (libro que lo hacía llorar siempre), de El mundo es ancho y ajeno, de Tungsteno y de sus dos bibliotecas personales. “Venga a visitarme cuando quiera, joven amigo. Usted siempre me encontrará por aquí”. Su esposa le estaba pidiendo que ya cerraran el negocio. El día –o la noche- había terminado por ese martes. Lo dejé recogiendo los vasos que habían dejado los últimos comensales. En los parlantes se escuchaba “Singing in the rain” y yo me alejé tarareando: “DuDuDuDuDuDuDuDuDu…” y soñando que era Gene Kelly.